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Volver a casa




I


Estacionamos el carro frente a la línea del tren, ese que retumba las paredes de madera de la vieja casa. Nos presentamos ante la puerta, es una casa sin portones. La pintura amarillo claro de las paredes de madera se arranca con solo pasar la mano. La puerta blanca y pesada se abrió con el mismo chillido de toda la vida, entramos y el piso de madera cedió un poco ante nuestros pasos. A la derecha la habitación de Ileana, a la izquierda la habitación que conectaba con el área de la casa que ocupó mi tío Roque con su esposa y sus niños hasta que pudo construir. Siguiendo por el largo pasillo llegamos a la sala de la casa, ubicada a mano derecha, y a la izquierda, la habitación de tía Olga. Si seguimos caminando por el crujiente pasillo nos encontramos con la habitación pequeña, y un baño de visitas a la izquierda. De frente, la puerta final, la que da al patio. De niña me parecía una jungla. Regresamos a la sala, ahora con muebles ajenos me costaba recordar la silla de mi abuelo junto a la ventana, esa que ocupaba en silencio cuando venía a San José. La mesa no estaba donde la dejamos, aquella mesa cubierta de plástico donde nos sentamos tantas veces a comer, a jugar al naipe, a separar los frijoles de los gorgojos. La cocina estaba al lado de la sala, pero la habían remodelado. La tubería había tenido que ser reemplazada, también el cielorraso. La loza color ladrillo era la misma. Allí estaba doña Yolanda esperándonos con el alquiler, serena, de pie, recostada en la pila sorbiendo un café. Nos ofreció pero no lo aceptamos. Tenía alrededor de 20 años de no entrar a esa casa, el olor a madera húmeda y a caldo de frijol con huevo me hizo recordar una pesadilla recurrente. A lo lejos escuché el pitido del tren que se acercaba y decidimos que era hora de irnos. La casa era la que yo recordaba, pero el cambio en los muebles y la decoración me desorientaron.

Supongo que el fantasma de la abuela seguiría allí, vigilante.


II


Recuerdo la primera vez que te apareciste. Jugaba en casa dando saltos y tumbos, haciendo crujir la madera del piso. En eso se abrió una ventana, y sentí una brisa fría que me acariciaba el hombro. Me quedé quieta y pregunté, ¿hay alguien ahí? Pero no recibí respuesta. Miré tu foto en blanco y negro, la que colgaba en la sala. Nunca nos conocimos porque falleciste muy joven, cuando mamá aún era una niña. La juventud de tu foto no calzaba con la imagen de una abuela, pues tu muerte prematura no dio paso a las marcas del tiempo en tu rostro.


La segunda vez que te apareciste, escuchaba la lluvia en mi habitación con los ojos cerrados cuando de repente escuché un susurro que salía del closet. Me llamaste por mi nombre como quien se atreve a revelar un secreto. Me acerqué incrédula pero reconocí la brisa fría con la que me rozaste la primera vez. Extendí los brazos, como ofreciendo un abrazo y cerré los ojos, la brisa comenzó a rodear todo mi cuerpo lentamente, empezando por los pies, subiendo por los tobillos, las rodilla, las caderas, el vientre, el pecho, el cuello, hasta llegar a la cabeza donde se quedó acariciándome despacio. Cerré los brazos para saber si podía sujetarte de algún modo pero solo había aire. Pregunté, ¿qué buscás aquí? Pero no hubo respuesta.


Desde entonces no has vuelto a aparecer, pero cada vez que siento una brisa fría correr me quedo quieta un segundo por aquello de que sea otra ocasión para abrazar tu fantasma.

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